Pesebre
- Alvaro Panzitta
- 5 nov 2020
- 2 Min. de lectura

Una de las cosas que más me gustaba era armar pesebres. Era algo que me acercaba mucho a Jesús y fue parte de la espiritualidad franciscana que Dios me regaló.
Mis papás ponían villancicos cada 8 de diciembre, mientras armábamos el Belén. Teníamos uno comprado, otro dos que nos habían regalado (uno en jabón), pero a mí lo que más me gustaba era crear nuevos. Mamá me había hecho uno en lana. Habíamos armado otro en cartón. A veces poníamos uno bajo el árbol y otros dispersos por la casa. Al principal lo rodeaba con todos los juguetes de granja que tenía. Siempre me llenó el corazón armar pesebres.
Mamá ponía mucho entusiasmo cada Navidad para que la celebración no fuera un acontecimiento más, sino el festejo del nacimiento de Jesús. Armaba dinámicas para la cena de Nochebuena y repartía recuerdos hechos por ella -o por los tres. Siempre proponía rezar con el resto de la familia para bendecir a Dios por los alimentos e incluso escuchar villancicos esa noche. Solíamos cenar con mis abuelos -que vivían abajo- y mis tíos abuelos -que vivían al fondo. A veces se sumaban los tíos de Ituzaingó o de San Justo. A las cero horas del 25 subíamos a casa para poner al Niño en el pesebre y llamar a mis parientes de Uruguay. Creo que también hacíamos alguna oración entre nosotros, sobre todo después del nacimiento y Pascua de mi hermano Juan.
El momento de abrir los regalos venía después. Y si bien todos nos regalábamos cosas, sobresalía el entusiasmo de mi abuela Ana por hacerlo. Cuando supe que Papá Noel no existía me molestó que nos hicieran creer a los más pequeños algo que no era cierto, desde ese momento me propuse decirles a mis futuros hijos la verdad desde el principio y poner a Jesús como centro de la Navidad.
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