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Hacer el bien


En la carta anterior decíamos que muchas veces permanecemos aferrados a esclavitudes físicas o emocionales y, por lo costoso que es admitirlas y salir de ellas, elegimos seguir así, bajo el lema “no me juzgués”. Así permanecemos en una falta de amor hacia nosotros.

Las faltas de amor son opciones que tomamos, que nos alejan de Dios, que nos lastiman y que lastiman también a otros. Tal vez pensemos que no somos del todo libres para elegir, porque nos pesa el yugo que nos vuelve esclavos, pero tenemos la libertad de decirle que si a Dios, para que Él comience a romper nuestras cadenas. Podemos quedarnos o podemos empezar a salir. En algún punto, Israel estaba acostumbrado a la esclavitud de Egipto –o al menos luego les da nostalgia–. Moisés viene a sacarlos de esa triste comodidad, y el comienzo de la libertad hebrea viene con un sí a Dios. Dios es Amor y nos creó por amor, la falta de ese amor es lo que nos hiere o profundiza nuestras heridas. Pero a veces esa falta de amor no se ve tan clara. Decíamos que, para Israel, Egipto era una esclavitud bien patente, nadie podía negarla. Pero las esclavitudes que nacen de un amor desordenado no son tan visibles. No son tan claras. Sin embargo, eso no le quita su efecto posesivo y devastador.

Esas esclavitudes o ídolos muchas veces son engañosas en su apariencia. Pueden resultarnos atractivas o interesantes, podemos creer que es lo mejor para nosotros o para los demás. En otras cartas mencionábamos el caso de la mujer que fue golpeada de niña y de grande se junta con un golpeador al que dice amar. Para el resto, esa esclavitud es visible, pero para ella no lo es. Dios nos quiere libres de todas esas cosas que aparentan hacernos bien, pero nos dañan. Dios no solo quiere sacarnos de nuestros “grandes egiptos” sino también liberarnos de nuestros ídolos. Hay faltas de amor que son bastante claras, por ejemplo: robar, matar, abusar. Pero para poder reconocer otras, tenemos que pedirle a Dios el don de discernimiento, para poder saber qué nos hace bien y qué nos hace mal. Qué nos conviene y qué no. Tampoco somos niños de pecho ni ingenuos –en el uso más popular de la palabra– como para no darnos cuenta de algunas faltas que nos generan entusiasmo por cometerlas y las disfrazamos de libertades o licencias que nos damos. Todos, de hecho, tenemos experiencia de lo bueno y lo malo; todos podemos experimentar que lo bueno hace bien y lo malo hace mal. Entonces ¿por qué elegimos lo que hace mal? Agradezcámosle a Dios que nos soñó Santos y pidámosle el don de discernimiento.

Que podamos construir entre todos, el bien común, que es un pedacito del Reino de los Cielos en la tierra.


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