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Aprender a esperar


En las cartas anteriores compartíamos la manera en la que Dios nos anima a vivir, como hombres de corazón sencillo, libres y confiados en Su Providencia.

Hablamos de un Dios que se preocupa por lo que nos pasa a cada uno y por eso nos libera de nuestras ataduras y nos ayuda en el camino. Lo comparábamos con Moisés y el cruce del Mar Rojo. Pero a Moisés, Dios no sólo le había prometido la libertad, sino una tierra donde asentarse, un lugar donde el pueblo iba a poder crecer y multiplicarse, un lugar de felicidad. Y la felicidad no significa ausencia de problemas, sino poder solucionar las cosas, acompañados por Dios.

Dios se preocupa por cada uno de nosotros y esa preocupación viene de lo mucho que nos ama a cada uno en particular. Cuando Dios decidió crear a la humanidad no lo hizo por una necesidad, ni por una obligación. Tampoco por soledad, porque Dios es Comunidad: Uno y Trino a la vez.

Dios es Amor, y en ese gozo de amor se desbordó. Porque tanto Amor no podía quedarse tan sólo para sí. Ese amor que desborda es lo que lo llevó a crear al hombre y a toda la Creación. Nos preparó un mundo y nos cobijó en él. Nos dio lo necesario para vivir y nos enseñó a amarnos. Es por eso que cuando nos amamos participamos de ese don creador que desborda y se multiplica.

Dios es el primero en amarnos, y en ese amor reside una esperanza.

La esperanza que nos da Dios es la misma que movió a Moisés durante todo el viaje desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Y la que nos mueve a nosotros, cuando nos animamos a seguir Sus Pasos.

Así como todos podemos ser liberados de nuestros egiptos, así también todos somos llamados por Dios a alcanzar la Tierra de Sus Promesas.

Las Promesas de Dios en nosotros, tienen que ver justamente con quiénes somos y cómo ir buscando la plenitud de esa identidad que tenemos, hasta alcanzar la Santidad.

Promesa de un trabajo digno. Promesa de una vocación concretada. Promesa de formar una familia o consagrarse a Dios dentro de la vida religiosa. Pero sobre todo es la promesa de caminar con Dios en el desierto, en medio de la adversidad, con un corazón firme y confiado porque es en Él en donde reside nuestra esperanza.

Moisés vio signos concretos de esa confianza depositada en Dios: el Pueblo no tenía para comer y Dios les dio el maná. No tenía para beber y Dios hizo brotar agua de la roca. No sabían cómo vivir y Dios les dio la Antigua Alianza.

Nosotros también podemos meditar y pensar que signos concretos nos dio Dios en nuestra vida para confiar en Él. Quizás en su momento no lo vimos cómo indicio de Su Presencia, pero hoy podemos mirarlo con una mirada de fe.

A veces los signos de las Promesas de Dios parecen opacarse frente a la adversidad del momento. A veces no registramos con totalidad los hechos, porque otros en su libertad nos hicieron daño.

Parte del pueblo judío, en un momento echa a perder parte del maná. Así también se pueden echar a perder algunos signos. Pero la Promesa está vigente e intacta.

Ejemplos de esto pueden ser cuando soñamos un noviazgo desde Dios, pero alguno de los dos mete la pata y lo echa a perder. Puede ser cuando conseguimos un buen empleo, pero nuestro jefe en su libertad nos atormenta y nos termina echando. Puede ser cuando formamos parte de una comunidad, de un grupo de parroquia, y algún catequista o consagrado hace algo que nos aleja del lugar y, sin pensarlo, a veces también nos alejamos de Dios.

Pero lo bueno que sucedió en esos momentos, fue signo del amor de Dios hacia nosotros. Signo de sus Promesas. Aquel “te quiero” que nos dijeron. Aquello que ganamos trabajando y nos permitió independizarnos. Aquellas palabras de algún catequista, sacerdote o hermano de comunidad, que nos cambiaron la vida.

Hoy Dios nos invita a separar sus signos de amor de aquellas faltas de otros –o nuestras–, que empañaron el camino.

Si alguna vez nos dijeron que éramos hermosos o hermosas, creámoslo, porque es Dios el que lo pensó primero. Aunque después aquella relación no haya continuado, es siempre Dios el que inspira los más hermosos sentimientos.

También es Dios el que nos creó libres para hacer las cosas bien o meter la pata. Y es Él que nos anima a no faltar al amor. Pero cuando alguien nos hiere, nos abandona, es también Dios el que nos anima a continuar y sana nuestras heridas.

Puede que alguna vez nos hayamos sentido bien trabajando en algo que era nuestra vocación, pero por un tema con el jefe hayamos tenido que irnos o nos hayan echado. Eso no quita que ese momento de sentirnos llenos por trabajar de lo nuestro no haya sido una primicia para seguir buscando, un signo de Dios.

Dios es el primero en animar al otro –y a nosotros mismos– a no meter la pata. Y es el primero en salir a consolarnos para que no nos desanimemos en la búsqueda de la Tierra Prometida.

A veces tenemos que cambiar algo de nosotros para poder alcanzar esas Promesas. A veces tenemos que aprender a elegir bien. Pero mientras caminamos estas cosas, es también Dios el que nos da la esperanza para no abatirnos en el desierto.

Puede que alguna vez hayamos participado de algún grupo de parroquia o espacio de Iglesia y que nos hayamos visto defraudados. Pero es Dios el primero que intentó evitar ese hecho y es el primero en volver a llamarnos a participar de la vida comunitaria en la Gran Familia que es Su Iglesia.

También hoy, si nos sentimos amados, si experimentamos que en algo vamos concretando aquello que anhelábamos en lo hondo del corazón. También en ello se dan los signos de Dios y las promesas ya concretadas.

Dios nos libera de nuestros egiptos, que a veces se dan en el seno familiar, en el barrio, en la parroquia, en el trabajo. Pero sueña una Tierra Prometida que también es familia, barrio, parroquia y trabajo. La diferencia está en la opresión de una y la libertad de la otra. Entre ambas tierras tenemos desierto por andar, pero no caminamos solos. Caminamos con Dios, y es en Él en quien reside nuestra esperanza.

Hoy nos invito a animarnos a caminar la vida con Dios, buscando alcanzar esas Promesas. Buscando ver los signos que Él nos da, que son signos llenos de esperanza.

Hoy nos podemos preguntar qué situaciones de nuestra historia nos hablan del amor de Dios. Qué signos de esperanza encontramos en nuestra vida. Qué objetivos que alcanzamos o pretendemos alcanzar, tienen que ver realmente con nuestra vocación y cuáles son solo metas que no nos terminan llenando.

Podemos preguntarnos a qué sueños renunciamos por pensarlos inalcanzables, pero tenían que ver con nuestra vocación. Animémonos a pensar qué Promesas creemos que tiene Dios para nuestra vida. Qué signos de Su amor vemos en nuestro presente, y qué Promesas de Dios ya alcanzamos.

Agradezcamos a Papá Dios que nos amó primero.

Agradezcámosle porque nos tiene prometida una Vida en abundancia en este mundo y Vida Eterna en el venidero.

Agradezcámosle por las promesas que ya cumplió en nosotros y pongamos en Sus Manos el anhelo de las que faltan cumplir.

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