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Antes que te formaras

  • 5 feb 2020
  • 3 Min. de lectura

La fiesta del Nacimiento daba paso a los festejos de año nuevo, al cumpleaños de mi papá y la fiesta de reyes. Pasadas todas las celebraciones íbamos a ver a mi familia de Uruguay. En Montevideo nos quedábamos en la casa de mis abuelos, y a veces nos iban a visitar mis tíos y primos. Disfrutaba jugar con Damián que tenía mi edad y éramos como hermanos. Jugábamos a los piratas, con espadas de plástico, troncos de madera y el perro de la familia –Chebo–que hacía de tiburón. Mis abuelos tenían una casita en Marindia, cerca de la playa. Era un terreno amplio, lleno de pinos y acacias. En aquel lugar seguí aprendiendo a amar a los animales, dentro de los cuales había domésticos, asilvestrados, insectos, pájaros y alguna que otra comadreja. Con papá armábamos cuevas, con ramas caídas, y jugábamos a los Scouts. Tanto él como mamá eran dirigente en San Alfonso. En algún momento tomé la promesa de lobato, pero cuando el grupo cerró dejamos de hacer escultismo. Con el abuelo Rúben juntábamos cáscaras de naranja, piedritas y caracoles de la playa, para después armar muñecos en la arena. Él era poeta y guitarrista, pero sobre todo muy creyente, siempre nos llevaba a Dios. A las siete de la tarde los adultos rezaban el rosario en la radio y los niños nos íbamos a jugar porque nos aburríamos. Pasó mucho tiempo hasta que le tomé el gusto a esta oración. También íbamos a misa los domingos, a veces en la capilla del balneario y otras veces en Salinas, el pueblo vecino. Si íbamos para febrero visitábamos el Santuario de Lourdes en Neptunia, aunque alguna vez fuimos al de Montevideo. También en Buenos Aires peregrinábamos a Santos Lugares para esa época, y alguna vez tuve la gracia de ir con mi abuela Ana.

El abuelo Rúben y mamá fueron los que más me inculcaron la fe, siendo verdaderos ejemplos a seguir en muchas de sus palabras y obras. Muchos años después redescubrí las postales que él nos mandaba para Navidad, llenas de espiritualidad y consejos pastorales.

Algo que me gustaba de Marindia y tenía que ver con la fe, era la casa pequeña en el terreno grande. La sencillez de un espacio que para mí era maravilloso así tal cual estaba. En mi adolescencia fui con amigos, pensando que los llevaba a un pedacito de Paraíso en la Tierra, pero me llevé la sorpresa que a uno en de ellos le pareció demasiado pequeño para irnos de vacaciones. Dios me había enseñado a mirar las dimensiones de las cosas con Su Mirada, no por el tamaño físico sino por la belleza que encerraba lo pequeño. También aprendí a cuidar el medio ambiente y a amar a todas las criaturas, desde las más pequeñas hasta las más grandes. Pasaba el verano explorando y jugando con insectos. A veces era más cuidadoso y otras no tanto. Pero aprendí a valorar cada vida.

Hubo una vez en particular que rompí un tronco podrido del cual salieron muchas hormigas. Sus larvas se habían esparcido en el suelo y ellas intentaban volverlas a su sitio. Me dio un sano remordimiento, porque era su hogar y eran sus crías. Tomé una pinocha y usándola a modo de pinza suave, las ayudé a devolver cada larva a lo que quedaba de su nido. Me quedó grabado como una enseñanza para no destruir a ninguna criatura ni sus hogares.

Hoy podemos preguntarnos si respetamos toda vida, desde la más pequeña hasta la más grande, desde su concepción hasta su muerte natural. Podemos recordar aquel pasaje del Antiguo Testamento “antes que te formaras dentro del vientre de tu madre, te conocía y te consagré, para ser profeta entre las naciones”[1].

Dios nos revela su amor por la vida humana ¡por tu propia vida! desde el principio, desde antes que te formaras en el vientre materno. Como cuando nos muestra que la Virgen María es Inmaculada desde su concepción.

A vos también, Dios te ama desde siempre, desde tu concepción, aunque todavía no lo hayas descubierto. Animate a orar, pedíle que te muestre lo mucho que valés desde el primer momento y para siempre.

Tal vez todavía no lo comprendas, pero guardalo en tu corazón: tu vida vale la de Jesús, que se entregó por amor a vos.

[1] Cfr. Jer. 1, 5.

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