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Perseverar


Una vez que encontramos un espacio donde alimentar nuestra fe y crecer junto a otros, el desafío es perseverar. Es muy probable que lleguen propuestas de todo tipo y muy interesantes, queriendo que abandonemos ese sitio sagrado. Es el momento de confiar en Dios que nos dice “el que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá la Vida Eterna. Muchos de los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros”[1].


Al leerlo así puede asustar, pero Dios no nos está pidiendo que dejemos de ver a nuestros hermanos o padres, ni que vivamos en la calle. Sino que lo sigamos más allá de todo. Que nos animemos a confiar en Él más allá de las complicaciones de la vida.


Es un llamado que no todos aceptamos de buenas a primeras. Pero si nos animamos a perseverar y nos ponemos una meta corta, por ej.: ir cinco encuentros, después se hace más posible continuar. A lo largo del camino serán muchas las veces que seamos tentados a abandonarlo todo, pero si descubrimos que nos hace realmente bien, es menester mantener encendida la llama.

Si nos animamos a dejar todo para seguir a Jesús, lo vamos a recibir todo en herencia. Es el llamado a la pobreza cristiana, a dejarlo todo para recibirlo Todo. Eso es ser un Anawin.

Jesús nos promete ser felices de verdad. Nos promete la Vida Eterna. ¿Nos animamos a conocerlo más?


Aunque ahora no lo terminemos de comprender, vale la pena seguir a Jesús hasta las últimas consecuencias.


Ustedes me podrían preguntar ¿y cómo sería dejar todo para seguir a Jesús? ¿tenés algún testimonio de entrega, en el cual

Cuando tenía diez años, mi hermano menor se fue al Cielo. Lloré lo necesario, pero Dios no tardó en rescatarme con una experiencia única: sentir en mi interior el gozo de la Resurrección, la certeza de que Juan Pedro estaba con É Y sé que algún día lo volveré a ver. Mucho tiempo después, Dios redobló la apuesta y me regaló cientos de hermanos en la fe. Hacer el duelo, dejar partir a Juan y no apegarme a su Pascua, fue dejarlo todo para recibirlo Todo.

Algo parecido sucedió en mi adolescencia. En mi primera escuela secundaria no tenía amigos, al pasarme de colegio tuve mi primer grupo de pertenencia. Pero el costo de su “amistad” era dejar de lado a una chica que era descartada por el resto. Vincularme con ella significó que a mí también me despreciaran. Pero en mi oración, sentía que Dios me invitaba a acercarme a los marginados, porque yo había sido uno de ellos y el mismo Jesús lo fue. Cambié a mi grupo por ella, y con el tiempo, a través de su amistad, Dios me llenó de amigos. Eso también fue dejarlo todo para recibirlo Todo.

Seguir a Jesús hasta las últimas consecuencias vale la pena, y la alegría que se multiplica.


El camino de fe es un proceso, y aun cuando no comprendemos todo de entrada, confiamos que no es casualidad que estemos en el espacio de Iglesia en el que estamos. Es Jesús el que nos llama aun cuando no lo podamos terminar de ver. Es un paso de confianza.


Y al ser un proceso, es necesario vivirlo de a poco, paso a paso, sin querer devorarnos la vida. Sólo así vamos a poder degustar cada charla, encuentro o jornada que se nos proponga.


La meta no es meta sino camino, y la propuesta es experimentar el amor de Dios en el proceso.


Perseverar parece sencillo, pero cuando el lugar es de Dios, siempre surgen cosas que intentan arrebatarnos. Tendremos que aprender a cuidar nuestro corazón y el de los nuevos vínculos, como verdaderos sagrarios, en cuyo interior está Jesús.


Hoy podemos preguntarnos si estamos pudiendo perseverar en nuestro camino de fe y nuestro espacio de Iglesia. ¿Qué cosas tenemos qué hacer para perseverar? ¿Qué situaciones o personas nos arrebatan de la Gracia que Dios nos tiene preparada cada encuentro? ¿Cómo podemos hacer para ser más perseverantes?


Agradezcamos a Dios que nos llamó a participar de Su Pueblo y nos quiere Santos. Demos gracias por nuestros catequistas y nuestros hermanos en la fe. Y pidamos por todo aquello que nos obstaculiza el camino.



[1] Mt. 19, 29-30

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